En estos días nuestro amigo Fernando se fue a Murcia con su padre. Para nuestra gran fortuna, tuvieron tiempo para irse de ronda por mercadillos llenos de sabores y recuerdos de la juventud de don Cuadrado. Fue así como el coche de Fernando se fue llenando de maravillas que aterrizaron, algunas horas después, en nuestra cocina cambrilense.
Llegaron varios paquetitos envueltos en ese maravilloso papel encerado grueso propio de las ventas de carnes y pescados. En uno habían dos piezas de salazón, compradas en el Mercado de Mula, el pueblo paterno. Uno era de caballa ( o viso) y la otra de bonito. La caballa se reconoce por esa bella piel plateada y acebrada. Su carne es blanca y tersa. Perfumaron la cocina a mar y sal.
El pan era una rosquilla perfumada, de costra crujiente y recién salida del horno San José (Mula, Murcia) regentado por «El cachoncho», su panadero. De Fernando aprendimos que los murcianos se conocen por sus apodos. Mientras escribo, intento recordar el de Fernando…
De otros blancos y cerosos encoltorios aparecieron los embutidos de Casa Pepe Sánchez ( también de Mula): unas morcillas de sangre, cebolla y piñones y unas longanizas tiernas ( tan tiernas que no me dieron permiso para hincarles el diente). Me tocó colgarlas a secar…
La salazón la serví rebanada muy delgada ( usé la rebanadora ) y servida a modo de bresaola: con unas gotas de zumo de limón, aceite de oliva y pimienta. La morcilla terminó con ricotta dentro de unos canelos, el pan ha acompañado nuestros almuerzos durante todos estos días.
Y las longanizas…. Ahyyy, las longanizas….
Ciao Paola.
El apodo de mi familía es doble: por un lado somos «Piojos» y por otro «Cananos» La historia del orígen de ambos es muy larga y, como casi siempre en esto de los apodos, obedece a detalles nimios, anécdotas rocambolescas y ocurrencias repetidas hasta la saciedad. Cuento el porqué de ser «Piojo», algo que llevo muy a gala pese a lo que pudiera parecer dado el carácter de parásito del sobrenombre. Mi tatarabuelo Fernando Cuadrado recogió en cierta ocasión de la calle a un joven adolescente que vagaba por las calles sumido en la indigencia. La falta de higiene y la miseria habían provocado que su cuero cabelludo se hallara llagado por la abundancia de piojos. Mi abuela Josefa Penín Mateo, que en paz descanse, me dijo cuando me contaba la historia que a esa afección se la denominaba «abrirse la piojera». Así pues, lo recogió en su casa y le atendió, curó y alimentó hasta que aquel joven continuó su incierto camino. Desde aquella ocasión mi antepasado pasó a ser conocido como «El Piojo», apodo que aún vive entre las gentes de Mula.
Tanti baci.
Fernando Cuadrado