Hace aproximadamente un año topé con una historia que captó mi atención: la creación de la Fundación Vicente Todolí dedicada al estudio, divulgación y promoción de la cultura de los cítricos. Si, cultura. Y es que estos frutos, de los que hay mas de 1000 variedades, los llevamos en el ADN.
La visita de este huerto se me hizo corta. Cada aroma y sabor me trasportaba a un instante de mi vida. Transité por caminerías repletas de frutos de formas infinitas y entre el follaje me reencontré con mi papi y mami llevándome de paseo por la Liguria donde tomé mi primer chinotto; en otro me vi en Macuto comiendo pescaíto frito bañado de zumo de esos limoncitos de piel fina que llamábamos criollos, pequeños de tamaño pero potentes de sabor; luego salté a Vietnam donde las envejecidas vendedoras transportaban decenas de unos frutos sobredimensionados, cuidadosamente colocados en un balancín apoyado en sus espaldas y ofrecían los gajos de este pomelo gigante y dulce; entré en Fragonard, en Grasse al probar la bergamotta; recordé la historia de los naranjos abandonados por los conquistadores españoles en aquella isla caribeña y que se modificaron para sobrevivir y dar lugar a una naranja incomible pero con una piel que acabó dando origen al licor, el Curazao ….
No me sorprende que Todolí, hombre del mundo del arte, esté detrás de este trozo de paraíso. Y es que después de vivir el arte como seguramente la ha vivido, sabe que quizás la mejor obra ya estaba inventada, hace unos 8 millones de años, en alguna ladera del Himalaya. Y que el solo aroma de una de estas joyas que cuelgan de sus cítricos es capaz de contarnos tantas historias y estremecer nuestros sentidos.
Es un lugar que se visita previa cita, número muy limitado.