
Si uno, por principio, trata de eludir los cafés y bares clásicos del mundo en los que Hemingway haya asentado las posaderas, los viajes pueden convertirse en una pesadilla. En cualquier botillería famosa que entres, siempre habrá un camarero que te diga que allí estuvo Hemingway. Este tormento comienza en el Floridita de La Habana, donde este escritor, abriéndose paso entre el bullicio de la calle del Obispo, repleta de buhoneros, mendigos, contrabandistas de ron y limpiabotas, bajo el olor a jugo de caña de las guaraperías, iba a abrevar desde que en 1932 se instaló en la ciudad atraído por la pesca en Cojímar y huyendo de la ley seca de Norteamérica. Allí el barman Constante, de origen catalán, le preparaba el daiquiri doble sin azúcar, propicio para su diabetes. En un rincón de la barra tiene una escultura a la que se abrazan los turistas para retratarse.