Cafés literarios
Café Gijón. Madrid
El tiempo de los picatostes

MANUEL VICENT 08/08/2010

Manuel Vicent y los actores Álvaro de Luna y Manuel Alexandre, entre otros, en 1987.

Sucedió durante una recepción en el palacio real, en el cóctel previo al almuerzo. El rey don Juan Carlos, que departía con los invitados entre croquetas y las lonchas de jamón, se acercó a saludar a Gonzalo Anes, director de la Real Academia de la Historia, ahora recién nombrado marqués de Castrillón, y al verme a su lado el Rey, enterado de que yo había dejado un compromiso previo para asistir a este acto, me abrazó efusivamente para agradecérmelo. Sorprendido por esta actitud tan espontánea, dije:

-Señor, ¿puedo contar esto en el Gijón?
-¿Y para qué quieres ir a Gijón, tan lejos, a contar esto? -exclamó el Rey.
-Majestad, el Gijón es un café literario de Madrid donde se reúnen artistas y escritores -le hizo saber Gonzalo Anes.
-Ah, ya. Cuenta lo que quieras -respondió el Monarca.

CAfé Gijón en Paseo de Recoletos

Si todo el tiempo que he pasado en el café Gijón lo hubiera dedicado a estudiar piano tal vez le habría hecho la competencia a Arturo Rubinstein. Entré por primera vez en esa botillería una tarde lluviosa de domingo, en otoño de 1960. En medio de una niebla de humo se movían tres filas de fantasmas agolpados al pie de la barra alargando los brazos hacia los camareros para reclamar el cortado con leche fría o el chato de tinto con una banderilla o unos cacahuetes. La ración de jamón estaba aún más lejos en el horizonte que la gloria literaria, pero pronto llegaría el momento en que Alfonso Paso y Miguel Mihura, después de un éxito en el teatro, saludarían a sus enemigos con una cigala en la mano.

Mientras me abría paso a codazos hacia el lavabo, donde reinaba una vieja loca que atendía el teléfono, sentí un mordisco en la pantorrilla, precedido de un ladrido humano. Un tipo a cuatro patas simulaba ser un perro. Era el pintor Paredes Jardiel, que en ese momento estaba triunfando en Italia. A media tarde, con la lluvia en los cristales, los artistas y los viejos poetas se guardaban los terroncillos de azúcar en el bolsillo para sus nietos; en cambio había señoras de la burguesía que extasiaban las horas ante un chocolate acompañado con picatostes de una calidad extraordinaria. Un día dejaron de servirlos. Cuando le preguntaron al dueño Pepito por qué había dejado de ofrecer a la clientela aquellos picatostes que tenían fama en todo Madrid, contestó: «Es que los pedían mucho».
En aquella gabarra varada en el paseo de Recoletos que navegué media vida viendo pasar la historia desde el primer ventanal, entrando a la derecha, había varias tertulias. Al fondo estaba la de los poetas, un rescoldo viejo de la Juventud Creadora. Allí el escritor Eusebio García Luengo, un auténtico caballero, de espíritu refinado y aire destartalado, autor de un solo libro, me dio la primera clave de este oficio. Un día le pregunté si estaba trabajando en algún relato. Me contestó: «Hace mucho que he dejado de escribir. Ahora me dedico las 24 horas del día a odiar a Camilo José Cela».
En la niebla del café Gijón vagaban otros fantasmas bohemios, soñadores, restos del naufragio, con talento, divertidos y hambrientos de fama. Y gente de provincias que llegaba los días de fiesta a ver a los artistas. Sandra se hacía pasar por hija de Negrín. Llevaba pamelas y flecos a la manera de Blanche Dubois. Un turista le preguntó: «Señorita, ¿es usted escritora?». Sandra le contestó: «No señor. Yo soy puta».
La tertulia en la que participé durante los mejores años de mi vida era un rompeolas de cómicos, periodistas y jueces de Justicia Democrática. Desde distintos ángulos de la vida cada facción traía noticias de su propio mundo y las volcaba sobre el mármol del mostrador. Esta peña tenía sus reglas. Estaba prohibido hablar de la familia, de sentimientos, de enfermedades e incluso de literatura. Había que llegar tosido y llorado. En ella participaron algunos estafadores que cumplieran varios años de cárcel y también figuras del cine y del teatro que llegaron a las esferas sin atreverse a pedir un bocadillo de jamón.
El café Gijón tenía en las calles traseras, la orilla izquierda de la Castellana, unos establecimientos, Casa Gades, Oliver, Carrusel, Boccaccio, donde los habitantes del café Gijón se aliviaban por la noche. Gades murió. Oliver se ha transformado. Carrusel ya no existe y Bocaccio es ahora un prostíbulo en cuyo ámbito flotan las parafinas de todos aquellos progres con pantalones de campana.
Un día dejé de ir al café Gijón, como quien deja de fumar, porque me negué a envejecer junto al ventanal como en un diorama de cara la gente que pasaba por la calle. No obstante ese café ha sido el lugar de este mundo donde más me he reído. Desde la mesa de la tertulia, junto al primer ventanal, hasta el lavabo había 11 pasos justos. Ese ha sido para mí muchas veces el viaje a Ítaca.

1 comentario en «Los cafés literarios de Vicent: Café Gijón de Madrid»

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