No bromeo cuando les digo que la primera palabra de mi hija Leonor antes de decir mamá o papá fue «cocolate«. Todavía se cuenta en los corredores de aquella clínica caraqueña la leyenda de una bella niña que nació cubierta de un tibio hot fudge que substituía al convencional líquido anmiótico.
Desde pequeña aprendió a defenderse de los más grandes de la casa, básicamente para que no le quitaran una tableta de chocolate.
Su nonno-cuyo artículo copio a continuación-ha tenido una costumbre que se ha prolongado desde mi propia infancia y la de mis hermanos pasando por la de sus nietos, de pedir «probar» el chocolate que uno llevaba en su inocente manita.
Ante un dejame-probar-a-ver-si-lo-puedes-comer, se accedía con respeto y se tendía el trozo de chocolate, con la mano temblorosa, para que pasara por esta suerte de «control de calidad».
El trozo era regresado, con suerte, a menos de la mitad, con la media luna húmeda de los dientes todavía marcados y la mirada de asombro veía como el nonno se alejaba satisfecho, saboreándose la dulce presa.
La experiencia- aquella que pronto se aprende mientras mas dolorosa es la enseñanaza del hecho- pronto demostró que era mejor no asomarse por el estudio donde el supernonno se encontraba escribiendo algún artículo. La recomendación general era mantener una distancia de por lo menos 30 metros para que aquella nariz de olfato casi absoluto no percibiera en su entorno alguna molécula de cacao so pena tener que pasar por una nueva prueba de control.
NACIONAL – Viernes 03 de Agosto de 2007 Cuerpo 1/6